27 de febrero de 2012

un Flaquito en mi placard




En el último mes, todas las veces que escribí te escribí a vos, todas las veces que lloré te lloré a vos, todas las veces que soñé te soñé a vos. No paro de extrañarte y no es que me haga bien esta especie de obsesión sentimental, pero de alguna manera se trata de un largo exorcismo para volver a ser feliz con tus acordes y tus poesías sin que se me anude el pecho de insoportable tristeza.

Ayer me contaron algo que nunca había tenido en cuenta y que resultó obvio en el relato, aunque demasiado intenso en la sensación. Y resultó ser que esa habitación del barrio de Urquiza en la que pasé múltiples noches de placeres y pasiones, y más mañanas aún de desayunos a la escucha de tus más grandes obras, resultó ser que esa habitación estaba casi pegadita a la tuya, en el lado B de la calle Iberá. Y no es que no supiera que tu casona era sobre esa calle, pero es que jamás necesité acercarme a buscar un signito spinetteano en esas paredes, porque todo lo que me diste (sí, me diste) está tan adentro, tan plantado que no necesité nunca de una prueba externa para asegurarme.
Pero hoy, que te extraño, pasé y busqué –sin saber en realidad bien qué–, un pedacito de tu alma de diamante clavado en alguna de esas paredes desconocidas, jamás observadas. Llegué a un portón azul, despintado por el sol, y hallé, descubrí, casi como en un acto de arqueología, unos trocitos de cinta de papel aislados, que supuse pertenecerían a cartas que la gente se acercó a regalarte muchos días antes de que yo me animara siqueira a buscar.

Ahora, que me imagino de manera fantasiosa tu descubrimiento en alguna mañana porteña, a través de la delgadas paredes prefabricadas, de dos amantes compartiendo tu arte en sus sábanas, me siento un poco más cerca, casi como más comprendida, menos sola, compartida en un código de libertad que no había sentido tan claramente y que ya no quiero olvidar ni renunciar.

Ahora, que te extraño tanto, te siento un poco más parte de mí, en lo más profundo, en el áurea misma de tu sexo.

Por alguna razón, sin sentido y egoísta, ahora te quiero más.

18 de febrero de 2012

y ver así la flor nacer

Antes de decidir que eso de festejar los quince no iba conmigo, decía que esa noche iba a entrar con Quedándote o yéndote, un vestidito batik y los pies descalzos.
La fiesta no fue, aunque los pies descalzos sí y las caminatas en los bosques junto a su música acompañaron todos mis viajes, los reales y los otros.

Este verano me llené de verde. Y me acordé de Charly y aquella frase que desde un principio me conmovió: “si fuera un árbol, sería un Spinetta“.
Yo ya lo soy.

13 de febrero de 2012

Quedándote o yéndote


No creo en casi nada. Ni en la reencarnación, ni en la elevación del alma, ni en el más allá. No creo en el después, aunque creo en el mañana, ese
mañana que -él me enseñó primero- es mejor. Pero el mañana suele acercarnos a ese después en el que no creo, del que desconfío, y entonces aparece el miedo y la incertidumbre y la frustración de no saber, o peor, de no controlar.


Es mentira que no lo esperaba, pero no lo aceptaba. Cuando mi amiga Almen me lo contó hace 5 meses, y cuando Bruno me confirmó lo mismo pidiéndome la discreción que la familia buscaba, no hice más que calmar mi ansiedad con una infundada esperanza, o negación, buscando que la fuerza de mis deseos se hicieran carne, luz, final feliz. Ese día que me contaron y confirmaron me pasé la noche escuchando Estrelicia, repitiendo incansablemente Durazno sangrando y llorando, llorando de miedo, de puro miedo.

Cuando llegaron las malas nuevas, el acoso mediático, la internación, la carta, fantaseé más de una vez con el momento jamás deseado y sólo pedí para mis adentros estar en ese instante junto a la gente que necesitara. No me salió.

Caminaba de vista a las sierras cuando la radio de un vecino me dio la noticia: “...el músico era padre de cuatro hijos, Valentino, Dante...“. Grité un No ahogado que un perro callejero alcanzó a oir y me sostuve el pecho con las manos mientras del teléfono celular me llamaba mi amiga Aye, desde Río Negro. Me acabo de enterar, necesito sentarme, te hablo después, le dije casi sin aire, con la garganta cerrada y las piernas flojas. Me senté en el cordón, frente a un auto donde un tipo parecía escuchar atentamente algo que sonaba adentro. Pensé que sería lo mismo que yo había escuchado; no cabía otra cosa en ese momento, en el universo entero; el mundo se había parado. Al instante me llamó Cami y los mensajes de texto empezaron a llover, dándome la noticia o compartiendo la tristeza. Corrí tres cuadras, llegué, lloré durante una hora desconsoladamente, como una nena, casi sin poder respirar.

Cuando las chicas también llegaron hubo silencio. Cocinamos, tomamos unos cuantos fernets, fumamos todo el porro que pudimos para amortiguar el dolor que sangraba como nunca, el carozo en plena ebullición. Subimos al Cerro de la Ventana para estar más cerca, se lo ofrendamos al mar para que la sal curara las heridas, lo buscamos en los cantos de las gaviotas al atardecer y en el sol que elegía la misma playa para ponerse y para amanecer. Mar aquí, mar allá.

Yo nunca había tenido tantas ganas de estar en la ciudad. Nunca.

Hoy volví y Buenos Aires me pareció más vacía que de costumbre. Subte, colectivo, avenidas y andenes, todo desolado, o gris, o fuera de foco. Poco grito, poco murmullo. No encontré la muchedumbre que tanto me hastía durante el año. El Flaco nos dejó un poco más solos que antes, pensé. Bastante.

Un pedacito de mí se fue el miércoles pasado y todavía no sé cuándo voy a cicatrizar.

Buenos Aires me pareció más vacía que de costumbre.
O quizá, simplemente más triste.