El calorcito y que todas las noches terminen en birra: ahora sí que se acaba el año.
Y con eso podría hacer balances, medir logros, proyecciones alcanzadas o pequeños fracasos de esos en los que no creo. Podría pensar cuántos minutos perdí esperando colectivos o cuántos abrazos gané mirando cielos; podría pensar en lo que quedó en el camino o ir a buscar aquella lista de ''Metas para 2013'' que en realidad tiré en agosto, agobiada y aburrida por esa pulsión ridícula de querer controlar impulsos o suertes. Podría hacer todo eso y más o nada de eso y menos, llorar de emociones varias o dejar melancolías para hundirme en el más oscuro punk rock sin importar los matices que hacen a todo mi yo, mi yo contradictorio, en puja constante, en búsqueda constante.
Podría evitar todos estos lugares comunes y no decir nada. Podría elegir decir algo genérico, como para llenar este espacio sin sentido, como si fuera alguien, como si importara algo. Pero no. No sé nada de eso y está bien. No importa. En realidad importa una sola cosa, casi la única que puedo sacar en blanco, pura, de este 2013: estoy rodeada de gente hermosa. Y eso es todo.
11 de noviembre de 2013
Lunes. En realidad martes. 2 am. En realidad 1.45. Salgo a
la terraza a fumar un cigarrillo.
El silencio es casi total. De la General Paz sólo llega el
viento y un grillo canta permanente.
Me apoyo en la baranda atravesando antes un hilo brillante
que apenas llego a ver por la oscuridad. Baba del diablo, le dicen. Por la
calle Correa aparece un perro que corre desaforado como yendo a buscar vaya una
a saber qué. Es el “tontín“;
así lo llamamos por su perseverancia para seducir a las perras del barrio sin éxito.
Llega a la esquina de Zapiola y mira fijo al balcón de enfrente como exigiendo
algo. Se distrae. Levanta la pata y mea uno de los cajones estacionados en la
verdulería que ahora duerme. Se olvida rápido en qué estaba y vuelve al trote
por donde vino. Sus patitas hacen eco en el barrio de madrugada, junto a mi
cigarrillo que se consume más por el tiempo y el aire que por mis pitadas.
Escribo todo esto mentalmente y pienso qué bueno sería poder hacerlo en simultáneo,
en una pantalla virtual que refleje mi pensamiento. Ayer me vi tres capítulos
al hilo de Black Mirror. Distopía total. En la casa de enfrente las
habitaciones están apagadas pero las televisiones prendidas. Alguien en algún
lado tose. Siguen el grillo, la General Paz y las hojas de los árboles que, sin
dar mayor dato, cada tanto insinúan que algo más pasa. No tengo remate, no sé
qué es más que una madrugada de martes, una noche de lunes, en un barrio casi
periférico de la ciudad de Buenos Aires. Pienso un remate, pero me lo olvido.
Estoy cansada. La noche está linda pero me dio un poco de frío. Doy una última
seca y dejo caer el pucho encendido en la vereda. Golpea las baldosas grises.
Entro antes de que se apague del todo. Necesito saber que algo más pasa cuando
todos dormimos; aunque sea una llamita muriendo en una baldosa. Suena una
sirena. La ignoro. Y entro.
Hace un año era domingo, Venezuela elegía presidente y nosotras concluíamos el 27° Encuentro Nacional de Mujeres en Posadas, Misiones.
Era domingo hace un año y nosotras llegábamos a la catedral, cantábamos y bailábamos mientras ellos rezaban padres nuestros para librarnos de todos nuestros pecados de brujas locas y malas. Era domingo y ellos rezaban y nosotras marchábamos mientras nos preguntábamos por entre las banderas y los hombros y las tetas al aire qué había pasado en aquella, la tierra del joropo.
Se había sentido ese domingo de octubre la ausencia del siempre presente colectivo de mujeres venezolanas que colorean los Encuentros con su interminable paleta de cuestionamientos y debates y voces latinoamericanas de esas que a veces parecemos olvidarnos, nosotras, las que bien al sur vivimos. Se había sentido su ausencia aunque sus saludos y abrazos habían llegado con la misma fuerza de cada año, renovados esta vez por un triunfo indiscutible. Chávez había sido reelecto con un 54% de los votos. El mismo número había acompañado a Cristina Fernández de Kirchner, un año antes, en nuestro país.
Hoy no es domingo, sino lunes, y se anuncia que nuestra presidenta será intervenida quirúrgicamente por un hematoma en su cabeza. Hoy es lunes y Chávez ya no está con nosotros pero las compañeras venezolanas agitan sus banderas más alto y fuerte que nunca. Hoy pasó un año, y en él un manojo de hechos movilizadores que todavía intentamos equilibrar, analizar y entender.
Hoy, seguimos buscando y debatiendo y sientiendo igual o quizá más o tal vez distinto.
Hoy, entendimos. Y hoy, elegimos. Elegimos amor
16 de julio de 2013
es compulsión pero no la sueltes
cuando todo parecía haberse esfumado, cuando la rutina creía haber ganado la pulseada, algo volvió
(es compulsión, pero no la sueltes, agarrala, apretala, fuerte, no la sueltes)
el cuerpo vuelve a pedir sangre y reaparece el sol, la transpiración, los tambores, el continente todo.
ese todo que parece tan lejano desde acá, desde el asfalto occidentalizado, desde la sequedad del invierno
–un invierno ni siquiera tan frío. ni siquiera.
es compulsión pero abrazala. no releas no corrijas no borres
no hay nada más ridículo que pensar los impulsos
es compulsión,
y la compulsión
es.
17 de mayo de 2013
Cuando mueren ídolos populares y unx se encuentra en calles desbordadas de agradecimientos u homenajes es imposible no pensar si la persona en cuestión tendría dimensión real de eso que provocaba. Cuando mueren genocidas y personajes repudiables como éste pasa un poco lo mismo: pensamos que ojalá vieran el poco amor que sembraron, el odio que despiertan, la soledad con la que se van.
Te llevaste muchos secretos pero te moriste bien condenadito y en cárcel común. Festejo tu prisión, yo, que no festejo la prisión de nadie. Y te moriste viendo crecer ese país de subversivos que tantas arcadas te daba, viendo reaparecer eso que quisiste desaparecer; te moriste fumándote cada uno de los abrazos entre abuelas y nietos, entre madres e hijos, cada sonrisa de cultura popular, cada transformación, cada bajada de cuadros, cada nueva condena, cada calle ganada. Te moriste y el mundo se libró de volver a escuchar tus inmundicias, nunca más. Nunca más.
Iba en el 19, cruzando justo esa intersección que une
las calles Estado de Israel y Palestina (en un supuesto gesto de hermandad, aunque
Israel sea el “Estado de“ y Palestina, simplemente, “Palestina“) cuando la
radio me contó la novedad: “Acá no la podemos creer“, adelantó el locutor a
modo de advertencia. Y lanzó: “¡Un Papa argentino!“. Yo, que venía dejando rebotar,
a veces suave, a veces violentamente, mi cabeza contra la ventanilla, casi
dormida en ese atardecer inesperadamente frío, me incorporé de un salto y escupí
un insulto por lo bajo mientras me frotaba el cuero cabelludo. Mañana voy a tener un chichón, pensé, golpe doble duele el doble. Saqué el
celular, marqué algunos números, mensajeé a mis íntimos y busqué, sin éxito, la
mirada cómplice en los asientos más cercanos. Fracasé: atardecía sobre el colectivo
atestado de gente y yo acababa de quedarme sola. Se viene la ola de
patrioterismo papal, me dije. 'Tamos fritos.
No me hacía falta recordar quién era él. No me hacía
falta ir al archivo, buscar notas o audios o alguna declaración institucional.
En lo más alto de mi pesimismo, no tenía esperanzas. El símbolo puede más que el
signo, la historia a veces puede más que los nombres propios y aunque tantos quieran
olvidar, por suerte muchos tenemos memoria y si no la tenemos la buscamos. Ya
aprendimos a buscar.
El primer papa latinoamericano, dos semanas después
de la muerte del Comandante Chávez, reafirmé incrédula varias veces. Y por un
instante me hundí en ese cercano recuerdo: la cadena nacional, el anuncio jamás
esperado y la invasión de un sentimiento exagerada y ridículamente romántico;
el de saberme ya extrañando su voz, sus extensos discursos y sus gritos
tribuneros. “Alca: ¡al carajo!“. Sonreí vagamente y repetí: habemus el primer papa latinoamericano. Al
carajo lo demás. Mejor ir acostumbrándome a esta
voz.
En el 19, la gente festejaba la elección del
pontífice. El termómetro nacionalista estallaba en esas sonrisas que se entregaban
dulces y amables, acompañadas por las
vastas miradas de quienes diariamente no
se animan a subir la vista ni siquiera para responder si bajan en la próxima
parada, pero que ahora parecían abrazarse con las pupilas. Yo descendí mordiéndome los labios de bronca, me
encontré, como habíamos acordado, con mi amiga Camila y nos fuimos a tomar mate
al bar El Quebracho, en el corazón de Almagro.
Cuando entramos pedimos un termo, cebamos el primero,
fuimos a que nos recalentaran el agua (somos argentinas y, aunque el
nacionalismo nos tenga muy a un lado, a nosotras con mate tibio no) y hablamos
de redoblar luchas y de quemar iglesias –como siempre un poco en chiste y un
poco en serio– mientras veíamos las imágenes del corresponsal divino, Eduardo
Feinmann, rebalsado de oscuro orgullo medieval.
¿El aborto, la separación de la Iglesia del Estado, la educación pública y
laica? Se complica, sí, pero ¿qué lucha no es complicada? Sabemos que no hay
salida sin batalla y que no hay historia sin pulmones que la reclamen.
Las mesas de alrededor también desbordaban sonrisas
frente a la mueca del empapado Feinmann; yo le di la espalda al televisor y Camila
se censuró seguir mirando para que el mate no le diera acidez. Pedimos recargo
de yerba, vaciamos otro termo y, cuando terminamos de despotricar y concluimos,
casi a modo de consuelo, que sería más de lo mismo, quizá más intenso, quizá un
poco más solas, pero lo mismo al fin, pudimos entonces aquietar la respiración
y bajar la voz, hicimos un silencio y, justo cuando temíamos volver a escuchar
al iluminado periodista en el canal de noticias, el camarero se acercó, apagó el
televisor y encendió el equipo de música. Sonó entonces la voz del maravilloso
Alfredo Zitarrosa.
Con Camila nos miramos, intensas.
Ahora sonreíamos nosotras. Y se sabe: quien ríe
último, ríe mejor.
Me pasa que no me puedo salir de mí para hablar de él. Y todavía no siento tristeza, siento bronca, rabia, capricho por esta suerte de mierda que corren algunos mientras otros viven 100 años y terminan sus días al calor de un hogar reluciente de oro y sangre.
Pero no me puedo salir de mí, porque ayer, mientras veía la Cadena Nacional, la primera, la anterior a la que anunció eso que no queríamos escuchar nunca, ayer mientras escuchaba a Maduro expulsar a David del Mónaco de Venezuela, mientras lo escuchaba, una vez más, denunciar las conspiraciones imperialistas y llamar al pueblo a levantarse en lucha, a “cerrar filas“, a no bajar los brazos, ayer mientras la ilusión se nos iba apagando y empezábamos a pensar en un mundo sin Chávez, ayer en ese momento preciso extrañé su voz. Me pareció ridículamente romántico, exageradamente simbólico, pero el sentimiento se me salió por los poros y me dolió pensar, casi que saber, que ya no pasaría horas seguidas frente a la caja boba emocionándome (y riéndome) con sus discursos.
Ayer no me pude salir de mí. Salí a la calle a dar mi apoyo al pueblo venezolano en la Embajada, me emocioné y me abracé con ellxs, que también son nosotrxs, me encontré con mi gente, esa que siempre está acá, acá, cerquita, de este lado, haciendo la misma ruta, esa larga ruta que recorre toda nuestra Latinoamérica, y nos fundimos todxs en miradas vidriosas, puños levantados y rodillas en tierra. No me salí de mí, canté por él, canté por Fidel, pensé en mis días en La Habana, esos que me hicieron sentirlo más cerca y fuerte que nunca, esos que me hicieron aprender a CONFIAR en un pueblo formado y comprometido, esos que me calaron más hondo que nada nunca jamás y que me cambiaron para siempre.
No me salí de mí, porque no pude, y porque no hizo falta, porque su guía ya está tatuada en cada uno de todos los que soñamos con una patria grande, unida, sin fronteras, justa y feliz para todos. Para todos los que todavía creemos en la lucha por el socialismo, y que no nos ponemos colorados cuando hablamos de revolución, y si nos ponemos colorados es de pura rabia, puro calor de ese que motoriza nuestras batallas, nuestro activismo. Para todos, y para todas, porque como dijo el Comandante: "Un verdadero socialista, tiene que ser feminista, si no, algo le falla...".
Viajábamos empolvados en un carro del '50 hacia nomeacuerdodónde mientras hablábamos sobre nuestros veranos de niñez, cuando caímos en la cuenta de que todos habíamos aprendido a caminar afuera de nuestras ciudades natales. “Será por eso que nos gusta tanto viajar“, dijo uno, y los demás nos miramos satisfechos en nuestra cómplice alegría. Yo pensé en Giraudoux y en su idea de que el sentimiento de libertad humano más acabado es el de seguir el curso de un río caminando lentamente. También me acordé de Atahualpa, que decía que el camino, el viaje, se compone de infinitas llegadas, y que es necesario realmente andar las rutas, andar los caminos, para que algo madure en ese recorrido: ''algo que ayude al fruto''. Otro de por allá, de donde vengo, supo cantar que al final del viaje hay que partir de nuevo, siempre en plena luz, y entonces elegí cantar un ratito con él, mientras las piedritas golpeaban las ventanillas y el sol se mezclaba con la tierra seca y levantada. Porque una cosa es viajar y otra es hacer del viaje una experiencia... y cuando se hace experiencia, tan pero tan intensa, es imposible no dejarse un poco, no dejar algo propio en ese lugar, no porque uno se quiebre o deshilache sino todo lo contrario: porque se multiplica infinitamente, hasta siempre... hasta la mismísima libertad. Por eso, en honor a ese viejo Don: andar los caminos que tengan corazón, respirarlos, compartir, encontrarse con aquellos que patean el mismo compás. Ah... agarrate, año de la serpiente, que es el mío y yo también repto, pero vengo con piel nueva (: