14 de marzo de 2013

Sin clientes no hay Papa




Decía Galeano que cuando Zitarrosa murió
llegó al cielo y se puso a cantar.
Y entonces Dios no supo quién era Dios.


Iba en el 19, cruzando justo esa intersección que une las calles Estado de Israel y Palestina (en un supuesto gesto de hermandad, aunque Israel sea el “Estado de“ y Palestina, simplemente, “Palestina“) cuando la radio me contó la novedad: “Acá no la podemos creer“, adelantó el locutor a modo de advertencia. Y lanzó: “¡Un Papa argentino!“. Yo, que venía dejando rebotar, a veces suave, a veces violentamente, mi cabeza contra la ventanilla, casi dormida en ese atardecer inesperadamente frío, me incorporé de un salto y escupí un insulto por lo bajo mientras me frotaba el cuero cabelludo. Mañana voy a tener un chichón, pensé, golpe doble duele el doble. Saqué el celular, marqué algunos números, mensajeé a mis íntimos y busqué, sin éxito, la mirada cómplice en los asientos más cercanos. Fracasé: atardecía sobre el colectivo atestado de gente y yo acababa de quedarme sola. Se viene la ola de patrioterismo papal, me dije. 'Tamos fritos.
No me hacía falta recordar quién era él. No me hacía falta ir al archivo, buscar notas o audios o alguna declaración institucional. En lo más alto de mi pesimismo, no tenía esperanzas. El símbolo puede más que el signo, la historia a veces puede más que los nombres propios y aunque tantos quieran olvidar, por suerte muchos tenemos memoria y si no la tenemos la buscamos. Ya aprendimos a buscar.

El primer papa latinoamericano, dos semanas después de la muerte del Comandante Chávez, reafirmé incrédula varias veces. Y por un instante me hundí en ese cercano recuerdo: la cadena nacional, el anuncio jamás esperado y la invasión de un sentimiento exagerada y ridículamente romántico; el de saberme ya extrañando su voz, sus extensos discursos y sus gritos tribuneros. “Alca: ¡al carajo!“. Sonreí vagamente y repetí: habemus el primer papa latinoamericano. Al carajo lo demás. Mejor ir acostumbrándome a esta voz.

En el 19, la gente festejaba la elección del pontífice. El termómetro nacionalista estallaba en esas sonrisas que se entregaban dulces y amables,  acompañadas por las vastas miradas de quienes  diariamente no se animan a subir la vista ni siquiera para responder si bajan en la próxima parada, pero que ahora parecían abrazarse con las pupilas. Yo  descendí mordiéndome los labios de bronca, me encontré, como habíamos acordado, con mi amiga Camila y nos fuimos a tomar mate al bar El Quebracho, en el corazón de Almagro.

Cuando entramos pedimos un termo, cebamos el primero, fuimos a que nos recalentaran el agua (somos argentinas y, aunque el nacionalismo nos tenga muy a un lado, a nosotras con mate tibio no) y hablamos de redoblar luchas y de quemar iglesias –como siempre un poco en chiste y un poco en serio– mientras veíamos las imágenes del corresponsal divino, Eduardo Feinmann,  rebalsado de oscuro orgullo medieval. ¿El aborto, la separación de la Iglesia del Estado, la educación pública y laica? Se complica, sí, pero ¿qué lucha no es complicada? Sabemos que no hay salida sin batalla y que no hay historia sin pulmones que la reclamen.

Las mesas de alrededor también desbordaban sonrisas frente a la mueca del empapado Feinmann; yo le di la espalda al televisor y Camila se censuró seguir mirando para que el mate no le diera acidez. Pedimos recargo de yerba, vaciamos otro termo y, cuando terminamos de despotricar y concluimos, casi a modo de consuelo, que sería más de lo mismo, quizá más intenso, quizá un poco más solas, pero lo mismo al fin, pudimos entonces aquietar la respiración y bajar la voz, hicimos un silencio y, justo cuando temíamos volver a escuchar al iluminado periodista en el canal de noticias, el camarero se acercó, apagó el televisor y encendió el equipo de música. Sonó entonces la voz del maravilloso Alfredo Zitarrosa.

Con Camila nos miramos, intensas.
Ahora sonreíamos nosotras. Y se sabe: quien ríe último, ríe mejor.




7 de marzo de 2013

Acá nadie se rindió



Me pasa que no me puedo salir de mí para hablar de él. Y todavía no siento tristeza, siento bronca, rabia, capricho por esta suerte de mierda que corren algunos mientras otros viven 100 años y terminan sus días al calor de un hogar reluciente de oro y sangre.
Pero no me puedo salir de mí, porque ayer, mientras veía la Cadena Nacional, la primera, la anterior a la que anunció eso que no queríamos escuchar nunca, ayer mientras escuchaba a Maduro expulsar a David del Mónaco de Venezuela, mientras lo escuchaba, una vez más, denunciar las conspiraciones imperialistas y llamar al pueblo a levantarse en lucha, a “cerrar filas“, a no bajar los brazos, ayer mientras la ilusión se nos iba apagando y empezábamos a pensar en un mundo sin Chávez, ayer en ese momento preciso extrañé su voz. Me pareció ridículamente romántico, exageradamente simbólico, pero el sentimiento se me salió por los poros y me dolió pensar, casi que saber, que ya no pasaría horas seguidas frente a la caja boba emocionándome (y riéndome) con sus discursos.

Ayer no me pude salir de mí. Salí a la calle a dar mi apoyo al pueblo venezolano en la Embajada, me emocioné y me abracé con ellxs, que también son nosotrxs, me encontré con mi gente, esa que siempre está acá, acá, cerquita, de este lado, haciendo la misma ruta, esa larga ruta que recorre toda nuestra Latinoamérica, y nos fundimos todxs en miradas vidriosas, puños levantados y rodillas en tierra. No me salí de mí, canté por él, canté por Fidel, pensé en mis días en La Habana, esos que me hicieron sentirlo más cerca y fuerte que nunca, esos que me hicieron aprender a CONFIAR en un pueblo formado y comprometido, esos que me calaron más hondo que nada nunca jamás y que me cambiaron para siempre.
No me salí de mí, porque no pude, y porque no hizo falta, porque su guía ya está tatuada en cada uno de todos los que soñamos con una patria grande, unida, sin fronteras, justa y feliz para todos. Para todos los que todavía creemos en la lucha por el socialismo, y que no nos ponemos colorados cuando hablamos de revolución, y si nos ponemos colorados es de pura rabia, puro calor de ese que motoriza nuestras batallas, nuestro activismo. Para todos, y para todas, porque como dijo el Comandante: "Un verdadero socialista, tiene que ser feminista, si no, algo le falla...".