Decía Galeano que
cuando Zitarrosa murió
llegó al cielo y se
puso a cantar.
Y entonces Dios no
supo quién era Dios.
Iba en el 19, cruzando justo esa intersección que une
las calles Estado de Israel y Palestina (en un supuesto gesto de hermandad, aunque
Israel sea el “Estado de“ y Palestina, simplemente, “Palestina“) cuando la
radio me contó la novedad: “Acá no la podemos creer“, adelantó el locutor a
modo de advertencia. Y lanzó: “¡Un Papa argentino!“. Yo, que venía dejando rebotar,
a veces suave, a veces violentamente, mi cabeza contra la ventanilla, casi
dormida en ese atardecer inesperadamente frío, me incorporé de un salto y escupí
un insulto por lo bajo mientras me frotaba el cuero cabelludo. Mañana voy a tener un chichón, pensé, golpe doble duele el doble. Saqué el
celular, marqué algunos números, mensajeé a mis íntimos y busqué, sin éxito, la
mirada cómplice en los asientos más cercanos. Fracasé: atardecía sobre el colectivo
atestado de gente y yo acababa de quedarme sola. Se viene la ola de
patrioterismo papal, me dije. 'Tamos fritos.
No me hacía falta recordar quién era él. No me hacía
falta ir al archivo, buscar notas o audios o alguna declaración institucional.
En lo más alto de mi pesimismo, no tenía esperanzas. El símbolo puede más que el
signo, la historia a veces puede más que los nombres propios y aunque tantos quieran
olvidar, por suerte muchos tenemos memoria y si no la tenemos la buscamos. Ya
aprendimos a buscar.
El primer papa latinoamericano, dos semanas después
de la muerte del Comandante Chávez, reafirmé incrédula varias veces. Y por un
instante me hundí en ese cercano recuerdo: la cadena nacional, el anuncio jamás
esperado y la invasión de un sentimiento exagerada y ridículamente romántico;
el de saberme ya extrañando su voz, sus extensos discursos y sus gritos
tribuneros. “Alca: ¡al carajo!“. Sonreí vagamente y repetí: habemus el primer papa latinoamericano. Al
carajo lo demás. Mejor ir acostumbrándome a esta
voz.
En el 19, la gente festejaba la elección del
pontífice. El termómetro nacionalista estallaba en esas sonrisas que se entregaban
dulces y amables, acompañadas por las
vastas miradas de quienes diariamente no
se animan a subir la vista ni siquiera para responder si bajan en la próxima
parada, pero que ahora parecían abrazarse con las pupilas. Yo descendí mordiéndome los labios de bronca, me
encontré, como habíamos acordado, con mi amiga Camila y nos fuimos a tomar mate
al bar El Quebracho, en el corazón de Almagro.
Cuando entramos pedimos un termo, cebamos el primero,
fuimos a que nos recalentaran el agua (somos argentinas y, aunque el
nacionalismo nos tenga muy a un lado, a nosotras con mate tibio no) y hablamos
de redoblar luchas y de quemar iglesias –como siempre un poco en chiste y un
poco en serio– mientras veíamos las imágenes del corresponsal divino, Eduardo
Feinmann, rebalsado de oscuro orgullo medieval.
¿El aborto, la separación de la Iglesia del Estado, la educación pública y
laica? Se complica, sí, pero ¿qué lucha no es complicada? Sabemos que no hay
salida sin batalla y que no hay historia sin pulmones que la reclamen.
Las mesas de alrededor también desbordaban sonrisas
frente a la mueca del empapado Feinmann; yo le di la espalda al televisor y Camila
se censuró seguir mirando para que el mate no le diera acidez. Pedimos recargo
de yerba, vaciamos otro termo y, cuando terminamos de despotricar y concluimos,
casi a modo de consuelo, que sería más de lo mismo, quizá más intenso, quizá un
poco más solas, pero lo mismo al fin, pudimos entonces aquietar la respiración
y bajar la voz, hicimos un silencio y, justo cuando temíamos volver a escuchar
al iluminado periodista en el canal de noticias, el camarero se acercó, apagó el
televisor y encendió el equipo de música. Sonó entonces la voz del maravilloso
Alfredo Zitarrosa.
Con Camila nos miramos, intensas.
Ahora sonreíamos nosotras. Y se sabe: quien ríe
último, ríe mejor.