5 de febrero de 2011

3 de febrero en la ciudad de la furia

El sol de la mañana tardó en llegar y el primer rayito cálido me levantó recién a las 11 y 12 minutos, entrando de a gotas por la diminuta ventana de mi habitación.
Después de unos mates con Criollitas y Radio Nacional decidí partir hacia Lagleyze, el hospital oftalmológico. El día anterior había estado sintiendo una molestia en los ojos y amanecí con una hinchazón digna de bebé recién parido, así que no tuve mejor opción, -y frente a mi insoportable tendencia a la conjuntivitis- que agarrar algunas monedas y salir a buscar la bella avenida de “justa“ visión.

Después de un viaje en dos colectivos, una hora de espera y algunas peleas con la radio de mi celular, logré entrar al consultorio en busca de mi diagnóstico. La pera y la frente apoyada en los elásticos, la lucecita que achica la pupila y un insginificante: tenés un poco de alergia, ponete estas gotas cada 5 horas. [Dios bendiga a occidente y su medicina al paso.]
Antes, un chico muy hermoso y de manos interesantes compartía la sala de espera y me miraba cada tanto, mientras yo me hacía la profundamente sumergida en las palabras de Clarice Lispector; según ella, Virginia, una de las protagonistas de La Araña, “sería fluida durante toda la vida“. Esa primera oración me había conmovido.

Yo me había ubicado, casi casualmente, en un banco a 5 ó 6 personas de él. Al ratito había llegado un señor mayor con un bastón al cual le cedí el asiento y en una de las tandas de llamados (“Del 140 a 150, por favor, sin acompañantes“) había conseguido un lugarcito en una silla que estaba justo a su lado. Lispector seguía describiendo a virginia:
(...) de a poco, de su ignorancia iba naciendo la idea de que poseía una vida. (...) No era como vivir, y entonces saber que poseía una vida, pero era como mirar y ver de una sola vez. La sensación no venía de los hechos presentes ni pasados sino de ella misma como un movimiento.

Leí eso y me sonreí para adentro; lo que más me estaba costando a mí y a las decenas de personas que compartían la sala era, justamente, ver. Sobre todo de una sola vez.

Así y todo bien había visto al chico de las manos y ojos poco disimulados, que me seguía mirando como si me fuera a saludar y hasta intentaba algún gestito de aprobación -de vaya una a saber qué- subiendo y bajando la cabeza dócilmente. Yo saqué un lapiz, le hice un corchete a la frase y la releí una o dos veces.

Cuando salimos me puse los anteojos de sol y caminé despacio (con lentes siento que veo menos y que tengo menos control de mi alrededor, como si en lugar de agudizarme los demás sentidos los anulara casi por completo). Entramos al mismo tiempo a la farmacia y yo esbocé una mueca mientras él me sonreía.

-Al contado con el descuento son $45, ¿está bien?- me dijo la farmacéutica.

-Sí- le dije pagándole con 100
-¿No tenés 50?

-No, es lo único que tengo.
-Gracias.
-Gracias a vos
.

Salí primera, dejé pasar un semáforo y después crucé.
Me tomé el colectivo mientras él volvía a mirarme desde el otro lado de Juan B. Justo y me levantaba una mano y una sonrisa.

de vuelta en casa recordé que tenía mucho laburo atrasado y que iba a tener que internarme un buen rato si quería ir al ciclo de lectura de poesía en  Bonpland,

También recibí un email de Bruno,
y otro de Nico, que recién volvía de su viaje al Sur.
Flor había dejado el trabajo y recuperado su vida, dijo.
Falleció Daniela Castello y fue una mala noticia.

Mi perra me dió una demostrativa bienvenida moviendo la cola desesperada por pasear, y el kiosko de diarios ya había cerrado.

Y yo quise volver a salir y volver a enamorarme en una plaza, un colectivo o una sala de espera de un hospital casi abandonado,
para que en ese momento no importe nada más (ni el destino, ni el libro, ni el ojo ardido)
y para después olvidarlo todo junto, como pasa con los sueños.