21 de abril de 2014

ella me dijo: es que hacemos cosas lindas
él me dijo: es que tenemos vidas lindas
yo era puros miedos y ansiedades, de las lindas y de las otras, y no pude más que decirles a ambos: sí.

sólo se consigue la simpleza a través de mucho trabajo, me había enseñado clarice hace bastante; eran días de incertidumbres, de caminos más inciertos, de una multiplicidad de inquietudes que ahogaba, que mortificaba, y lo peor: que paralizaba.

hay algo en el movimiento, en la ruptura de las quietudes todas: las físicas, las mentales, las espirtuales.

las del corazón.

ésas que en la estabilidad del amor aprietan hasta el grito la necesidad del deseo, de eso por conseguir, de lo todavía anhelado. La necesidad de aún buscar. Hay algo de cura en lo pendiente, no como fracaso –hecho en el que por cierto no creo– sino como brasa que siempre revive. Como simple razón de ser.

romi me contó una vez que su secreto era buscar lo bello en lo imperfecto, lo incompleto y lo impermanente: lo wabi sabi, para la cultura oriental. Una planta creciendo en el quiebre de una pared, la mancha de una taza de café, un rayito de sol entrando asimétrico por una ventana y sentándose a la mesa en una mañana de otoño.

tenemos vidas lindas, me dijo él, porque hacemos cosas lindas, me dijo ella.
yo les respondí a ambos: sí.
pero además sonreí.

15 de marzo de 2014

Hay algo

Escribo poco y me cuesta mucho. Quizá falla el conector en esa primera frase, pero me niego a entender mis dolores como relaciones de causa y efecto. Escribir duele, casi que sangra. Siempre me dio impresión la sangre pero hay algo en el dolor. No es que me guste, es que simplemente hay algo.
Escribo poco y compulsivamente: no pienso, no sé adónde voy, no releo, no corrijo. Me falta todo, o me sobra todo. Aveces pienso que despojarse por completo es la única manera de hacer algo real: como cuando suenan las últimas cumbias en la fiesta y, delirantes de sudor, las personas dejan sus últimos juicios en la pista y bailan, por fin, sin verguenzas. Después se preguntan por qué no empezaron a disfrutar más temprano de la noche.
Hay algo en la sangre, en el despojarse y en la noche. Todavía no entiendo bien qué: supongo que la clave está ahí, cuando baja el sol, en el pacto de oscuridad que hace que todo sea aparentemente más invisble, más fácil. Hay algo en lo fácil, hay algo en la visibilidad: me pregunto cuándo nos convencieron de que sin ver las cosas se vuelven más simples, se descomplican.

Ni siquiera sé si existe esa palabra: descomplican. No me gusta pero la escribo igual. Porque no sé, porque me falta y me sobra todo. Yo misma me falto y me sobro toda.

Hace unos años Romi me dijo: que escribir duela un poco. Yo quería pero no podía, y entonces rebotaba desordenada contra las paredes que parecían cada vez más cercanas, más asfixiantes. Tenía la necesidad física: agarraba una birome y hacía listas: de invitados, de metas para el semestre, de pendientes, cuentas. De a poquito fue aprendiendo a convivir con el dolor. A gustarme, supongo que a gustarle a él también.

Las cosas a pesar de todo no cambiaron demasiado. Sigue siendo poco y costoso, sigue necesitando de la inmediatez, la espontaneidad, la frescura en la que en realidad ya no sé si creo demasiado. Dudo de todo: de las noches, de la sangre, de los despojos. Ahora lo nombro en tercera persona (ya no "escribo", sino que "escribir sigue siendo así y asá") y prefiero no corregirlo, para entender. Entender significa entenderme. Vuelvo a la primera persona. Cuanto más pienso más misterio. Cosecho misterios. Quizá es la única certeza que tengo de todo esto, el único ingrediente en el que realmente creo y hacia el que voy con los dolores y las oscuridades y las frescuras y los despojos: hacia el misterio voy.


16 de diciembre de 2013

Se va


El calorcito y que todas las noches terminen en birra: ahora sí que se acaba el año. 

Y con eso podría hacer balances, medir logros, proyecciones alcanzadas o pequeños fracasos de esos en los que no creo. Podría pensar cuántos minutos perdí esperando colectivos o cuántos abrazos gané mirando cielos; podría pensar en lo que quedó en el camino o ir a buscar aquella lista de ''Metas para 2013'' que en realidad tiré en agosto, agobiada y aburrida por esa pulsión ridícula de querer controlar impulsos o suertes. Podría hacer todo eso y más o nada de eso y menos, llorar de emociones varias o dejar melancolías para hundirme en el más oscuro punk rock sin importar los matices que hacen a todo mi yo, mi yo contradictorio, en puja constante, en búsqueda constante. 

Podría evitar todos estos lugares comunes y no decir nada. Podría elegir decir algo genérico, como para llenar este espacio sin sentido, como si fuera alguien, como si importara algo. Pero no. No sé nada de eso y está bien. No importa. En realidad importa una sola cosa, casi la única que puedo sacar en blanco, pura, de este 2013: estoy rodeada de gente hermosa. Y eso es todo.

11 de noviembre de 2013

Lunes. En realidad martes. 2 am. En realidad 1.45. Salgo a la terraza a fumar un cigarrillo.
El silencio es casi total. De la General Paz sólo llega el viento y un grillo canta permanente.
Me apoyo en la baranda atravesando antes un hilo brillante que apenas llego a ver por la oscuridad. Baba del diablo, le dicen. Por la calle Correa aparece un perro que corre desaforado como yendo a buscar vaya una a saber qué. Es el tontín; así lo llamamos por su perseverancia para seducir a las perras del barrio sin éxito. Llega a la esquina de Zapiola y mira fijo al balcón de enfrente como exigiendo algo. Se distrae. Levanta la pata y mea uno de los cajones estacionados en la verdulería que ahora duerme. Se olvida rápido en qué estaba y vuelve al trote por donde vino. Sus patitas hacen eco en el barrio de madrugada, junto a mi cigarrillo que se consume más por el tiempo y el aire que por mis pitadas. Escribo todo esto mentalmente y pienso qué bueno sería poder hacerlo en simultáneo, en una pantalla virtual que refleje mi pensamiento. Ayer me vi tres capítulos al hilo de Black Mirror. Distopía total. En la casa de enfrente las habitaciones están apagadas pero las televisiones prendidas. Alguien en algún lado tose. Siguen el grillo, la General Paz y las hojas de los árboles que, sin dar mayor dato, cada tanto insinúan que algo más pasa. No tengo remate, no sé qué es más que una madrugada de martes, una noche de lunes, en un barrio casi periférico de la ciudad de Buenos Aires. Pienso un remate, pero me lo olvido. Estoy cansada. La noche está linda pero me dio un poco de frío. Doy una última seca y dejo caer el pucho encendido en la vereda. Golpea las baldosas grises. Entro antes de que se apague del todo. Necesito saber que algo más pasa cuando todos dormimos; aunque sea una llamita muriendo en una baldosa. Suena una sirena. La ignoro. Y entro.