Lunes. En realidad martes. 2 am. En realidad 1.45. Salgo a
la terraza a fumar un cigarrillo.
El silencio es casi total. De la General Paz sólo llega el
viento y un grillo canta permanente.
Me apoyo en la baranda atravesando antes un hilo brillante
que apenas llego a ver por la oscuridad. Baba del diablo, le dicen. Por la
calle Correa aparece un perro que corre desaforado como yendo a buscar vaya una
a saber qué. Es el “tontín“;
así lo llamamos por su perseverancia para seducir a las perras del barrio sin éxito.
Llega a la esquina de Zapiola y mira fijo al balcón de enfrente como exigiendo
algo. Se distrae. Levanta la pata y mea uno de los cajones estacionados en la
verdulería que ahora duerme. Se olvida rápido en qué estaba y vuelve al trote
por donde vino. Sus patitas hacen eco en el barrio de madrugada, junto a mi
cigarrillo que se consume más por el tiempo y el aire que por mis pitadas.
Escribo todo esto mentalmente y pienso qué bueno sería poder hacerlo en simultáneo,
en una pantalla virtual que refleje mi pensamiento. Ayer me vi tres capítulos
al hilo de Black Mirror. Distopía total. En la casa de enfrente las
habitaciones están apagadas pero las televisiones prendidas. Alguien en algún
lado tose. Siguen el grillo, la General Paz y las hojas de los árboles que, sin
dar mayor dato, cada tanto insinúan que algo más pasa. No tengo remate, no sé
qué es más que una madrugada de martes, una noche de lunes, en un barrio casi
periférico de la ciudad de Buenos Aires. Pienso un remate, pero me lo olvido.
Estoy cansada. La noche está linda pero me dio un poco de frío. Doy una última
seca y dejo caer el pucho encendido en la vereda. Golpea las baldosas grises.
Entro antes de que se apague del todo. Necesito saber que algo más pasa cuando
todos dormimos; aunque sea una llamita muriendo en una baldosa. Suena una
sirena. La ignoro. Y entro.