7 de agosto de 2012

Comienzo, instante-já

Encontró aquella mañana un sabor dulce que hacía mucho no sentía después de una noche de rock, drogas y sexo en voz alta. Se dio cuenta enseguida de que con él los silencios no serían incómodos, los mediodías no estarían más llenos de huídas y las cervezas en los bares porteños dejarían de ser excusa anticuada para correr a lo seguro.
Aquella mañana se levantó primero, como siempre (nunca lograba dormir realmente en la casa de sus amantes), agarró las llaves apoyada en una confianza que, sabía, no tenía y salió en búsqueda de facturas y el  diario. Dejó un cartelito por las dudas y caminó 4 cuadras hacia el punto cardinal en el que el sol no le nublaba la vista, buscando, aunque sin demasiada preocupación ni atención a su alrededor. Avanzó con paso lento, casi danzante, hasta toparse con una panadería y un quiosco, bien de barrio, atendido por un encorvado hombrecito de piel y lanas blancas que le sonrió cuando ella le pidió, amigablemente, “el Página, por favor“.
Cuando terminó sus recados, con las dos manos ocupadas caminó rápidamente las cuadras de vuelta atacada por una ansiedad e inseguridad de esas que cíclicamente la envolvían cuando se entusiasmaba con algo. Llegó, entró despacito, dejó la bolsa sobre la mesada y se asomó a la cocina, encontrándolo a él en boxers, al lado de la pava y soplando el polvo de la yerba de la palma de su mano. “Traje facturas“, le dijo casi tímidamente. Se sonrieron.

El desayuno lo pasaron junto a un grandes éxitos de Charly –elegido arbitrariamente por grooveshark–, leyéndose las noticias que les importaban, ramificándose con cada una en todas las direcciones que podían y mirándose en silencio, en el más confortable silencio. Parecían sentir el peso del tiempo que habían perdido por no conocerse antes, parecían querer saltearse todo aquello y amarse con locura en ese instante preciso, en ese ahora, en ese ya.

Cuando se fue, tuvo la necesidad de caminar sola –sola y abrigada: la fantástica sensación del abrigo justo– bajo el sol que calentaba muy suvamente el asfalto de esa tarde casi invernal. Después de un rato,  el peso de sus piernas decidieron recordarle la noche anterior de fiesta y el descanso entrecortado, por lo que decidió frenar; se  paró en una esquina, respiró, dejó pasar algunos semáforos y cruzo en dirección y a paso decidido hacia el famoso bar de los dos apellidos: “Sánchez y Sánchez“. Había pasado cientos de veces y nunca había prestado mayor atención, pero en ese momento la comunión de dos calles iguales pero distintas y su explosión en un grupito de mesas de ésas que sirven de excusa para charlas o pensamientos infinitos la conmovió exageradamente.

No tenía hambre, ni sed, ni nada, pero igual pidió como siempre: una lágrima y una medialuna, y el diario.

Dejó Clarín de lado, agarró La Nación, eligió el suplemento de cultura, lo abrió, y sus ojos se vieron inundados por el color.

Alguien preguntaba: “¿Acaso necesitamos algo más para ser felices?“
y alguien respondía: “Que dure“.


15 de julio de 2012

ser es no saber

“La vida son muchas cosas“, me dijo una noche y sólo así entendí que ya no compartiríamos sus cigarros por la mañana ni mis mates por la tarde desparramados en sus sábanas siempre revueltas. Se había escapado de mi tiempo y yo no había hecho nada por sostener; no sé construir, pensé, pero no me creí. Yo también sentía por esos días la sensación de no poder abrazar, de no alcanzar, de la falta eterna. Pero la falta es deseo, me consolaba, y entonces seguía buscando esperando, en el fondo -muy en el fondo-, no encontrar demasiado.
Una mañana me levanté con los pies fríos y una sensación de incomodidad de esas que hacen que una quiera salirse de sí misma para sentirse a gusto con la vida, con el cuerpo, con el ser, pero que a la vez piden a grito la contención propia, no con pena ni melancolía, sino con fuerza luminosa. Esa mañana elegí un desayuno con cerales, por encima de los acostumbrados matescontostadas, y por primera vez en mucho tiempo no encendí la radio, para escuchar el sonido del barrio matutino desde la ventana. El crujir de los cereales entre mis dientes me aturdía más que nunca y el silencio de la habitación, invadida por apenas un rayito de sol que lograba sortear los tejados y la copa de los árboles, me llenaba de soledad, de la más confortable soledad. Por un instante sentí no necesitar nada más, nunca más.

Pero llegó el mediodía, el encendido de la radio, el timbre de alguna venta callejera, el mate junto al estudio de las palabras de Artaud y Fitzgerald y entonces sonó el celular, había llegado un mensaje, y sonó fuerte porque la noche anterior había estado en un bar y necesitaba escucharlo, sonó fuerte y me aturdió, como los cereales, sonó y lo agarré y lo abrí y era él, y decía

no sé hasta dónde creo en todo lo que digo. me regalo el beneficio de la duda. 
pero esta mañana quise que vinieras a compartir las muchas cosas de la vida conmigo,
¿venís a dudar conmigo?

3 de mayo de 2012

No te alejes tanto de mi

Me estaba empezando a extrañar cuando me reencontré.
Con el invierno llego, pensé, aunque con la primavera algunas veces me voy. Otras me pierdo un poquito pero vuelvo a tiempo, cuando lo demás está por cruzar la puerta pero todavía me espera al grito de “¡Dale, apurate que llegamos tarde!“. Cuando zafo de contestar compulsivamente que no hay apuro mientras calmo el caminar (soy adicta a repetir insoportablemente eso de que “tengo tiempo para saber si lo que sueño concluye en algo“) aprieto el paso y alcanzo. Si no, espero y entonces sigo sola, por elección. Otras veces llego tarde, y entonces la rabia me inunda, por la frustración, por el dejar pasar, por el no poder sacar; ahí el tiempo es otro, no es el de la puntualidad, el del apuro o de la presión sistemáticamente jovial, es el tiempo del deseo, del reconocimiento, del encuentro con la propia pulsión de felicidad, de placer.

Siempre supe que había algo en las distancias que marcaban con fuego las llegadas.

Cuando iba a la escuela primaria, ubicada a tres cuadras de casa, llegaba siempre tarde. La cercanía me daba una seguridad ridícula que me llevaba a pasarme de confianzas y terminar entrando varios minutos después del horario oficial. Mis compañeros que viajaban entre media y una hora en autos o colectivos, en cambio, llegaban siempre temprano. La inseguridad que imprime la distancia los hacía prever, no dejar, estar atentos y llegar a tiempo, lo que además y por cierto los llenaba de esa confianza que al principio parecían no tener. El círculo les cerraba.

Yo todavía necesito ponerme dos despertadores para no quedarme dormida, aunque a veces cuando duermo con él me paso la noche en vela. Yo todavía preciso de mucha voluntad para no flaquear justito en el momento que tengo que salir de casa para empezar mi día con todas sus actividades y migraciones de barrio en barrio, aunque en mi día libre miro contínuamente el celular o los emails esperando la primera invitación al exterior. Yo siempre quise tener una motito y manejar mi velocidad a gusto, incluyendo aceleraciones y pausas, coleadas y frenadas imprevistas, aunque a veces hasta la bici me da cierto vértigo desafiante.

En realidad, yo quise que este blog nunca tuviera una entrada tan personal como ésta, pero acá estoy, reencontrada y sobreexpuesta, como una imagen quemada en una cámara a la que se le rompió el fotómetro para siempre, y que entonces busca conocerse a fondo, sin marcas, en un puro equilibrio sensorial.

23 de marzo de 2012

apertura anal es apertura mental




una pequeña descarga ante tanto pacatismo y heteronormatividad y aburrimiento y moralina medieval.

(si no puedo bailar, no es mi revolución)