Me estaba empezando a extrañar cuando me reencontré.
Con el invierno llego, pensé, aunque con la primavera algunas veces me voy. Otras me pierdo un poquito pero vuelvo a tiempo, cuando lo demás está por cruzar la puerta pero todavía me espera al grito de “¡Dale, apurate que llegamos tarde!“. Cuando zafo de contestar compulsivamente que no hay apuro mientras calmo el caminar (soy adicta a repetir insoportablemente eso de que “tengo tiempo para saber si lo que sueño concluye en algo“) aprieto el paso y alcanzo. Si no, espero y entonces sigo sola, por elección. Otras veces llego tarde, y entonces la rabia me inunda, por la frustración, por el dejar pasar, por el no poder sacar; ahí el tiempo es otro, no es el de la puntualidad, el del apuro o de la presión sistemáticamente jovial, es el tiempo del deseo, del reconocimiento, del encuentro con la propia pulsión de felicidad, de placer.
Siempre supe que había algo en las distancias que marcaban con fuego las llegadas.
Cuando iba a la escuela primaria, ubicada a tres cuadras de casa, llegaba siempre tarde. La cercanía me daba una seguridad ridícula que me llevaba a pasarme de confianzas y terminar entrando varios minutos después del horario oficial. Mis compañeros que viajaban entre media y una hora en autos o colectivos, en cambio, llegaban siempre temprano. La inseguridad que imprime la distancia los hacía prever, no dejar, estar atentos y llegar a tiempo, lo que además y por cierto los llenaba de esa confianza que al principio parecían no tener. El círculo les cerraba.
Yo todavía necesito ponerme dos despertadores para no quedarme dormida, aunque a veces cuando duermo con él me paso la noche en vela. Yo todavía preciso de mucha voluntad para no flaquear justito en el momento que tengo que salir de casa para empezar mi día con todas sus actividades y migraciones de barrio en barrio, aunque en mi día libre miro contínuamente el celular o los emails esperando la primera invitación al exterior. Yo siempre quise tener una motito y manejar mi velocidad a gusto, incluyendo aceleraciones y pausas, coleadas y frenadas imprevistas, aunque a veces hasta la bici me da cierto vértigo desafiante.
En realidad, yo quise que este blog nunca tuviera una entrada tan personal como ésta, pero acá estoy, reencontrada y sobreexpuesta, como una imagen quemada en una cámara a la que se le rompió el fotómetro para siempre, y que entonces busca conocerse a fondo, sin marcas, en un puro equilibrio sensorial.
2 comentarios:
no te preocupes que se de sobreexposición se trata, has sido bastante moderada. O al menos para los extraños.
hola caro!
tengo la sensasión de decirte algo, pero las palabras se desvanecen... con cada frase leída aumentaban la apertura de mis ojos, el gesto afirmativo de mi cabeza, y se me tropezaban sonrisas...
qué lindo reencuentro!
esta tarde me invito un té, porque también me echo un poco de menos...
un abrazote lleno de sol!
Publicar un comentario