“La vida son muchas cosas“, me dijo una noche y sólo así entendí que ya no compartiríamos sus cigarros por la mañana ni mis mates por la tarde desparramados en sus sábanas siempre revueltas. Se había escapado de mi tiempo y yo no había hecho nada por sostener; no sé construir, pensé, pero no me creí. Yo también sentía por esos días la sensación de no poder abrazar, de no alcanzar, de la falta eterna. Pero la falta es deseo, me consolaba, y entonces seguía buscando esperando, en el fondo -muy en el fondo-, no encontrar demasiado.
Una mañana me levanté con los pies fríos y una sensación de incomodidad de esas que hacen que una quiera salirse de sí misma para sentirse a gusto con la vida, con el cuerpo, con el ser, pero que a la vez piden a grito la contención propia, no con pena ni melancolía, sino con fuerza luminosa. Esa mañana elegí un desayuno con cerales, por encima de los acostumbrados matescontostadas, y por primera vez en mucho tiempo no encendí la radio, para escuchar el sonido del barrio matutino desde la ventana. El crujir de los cereales entre mis dientes me aturdía más que nunca y el silencio de la habitación, invadida por apenas un rayito de sol que lograba sortear los tejados y la copa de los árboles, me llenaba de soledad, de la más confortable soledad. Por un instante sentí no necesitar nada más, nunca más.
Pero llegó el mediodía, el encendido de la radio, el timbre de alguna venta callejera, el mate junto al estudio de las palabras de Artaud y Fitzgerald y entonces sonó el celular, había llegado un mensaje, y sonó fuerte porque la noche anterior había estado en un bar y necesitaba escucharlo, sonó fuerte y me aturdió, como los cereales, sonó y lo agarré y lo abrí y era él, y decía
no sé hasta dónde creo en todo lo que digo. me regalo el beneficio de la duda.
pero esta mañana quise que vinieras a compartir las muchas cosas de la vida conmigo,
¿venís a dudar conmigo?